The Book of Mormon, las risas a otro nivel
Hay espectáculos que simplemente siguen en cartel, y luego está The Book of Mormon, que en su tercera temporada en Madrid parece estar viviendo su versión más brillante consigo mismo. Hay algo diferente este año: una seguridad, una ligereza, una felicidad escénica que se percibe desde el primer “Qué tal?”. Se nota que el elenco ya no interpreta los personajes: los habita. Y el público lo percibe enseguida.

El Teatro Rialto, con esa acústica limpia y una visibilidad privilegiada, es el lugar perfecto para dejarse llevar. Ves cada gesto, escuchas cada matiz, captas cada remate cómico. El espacio acompaña y el espectáculo lo agradece.
Alexandre Ars, como Elder Price, mantiene un nivel vocal y escénico impecable. Tiene ese brillo de protagonista que no impone, sino que sostiene, equilibra y guía. Pero donde verdaderamente se siente el cambio de temporada es en Alejandro Mesa. Su Elder Cunningham conserva toda la chispa, la energía y la ternura que lo han convertido en uno de los personajes más queridos del musical, pero ahora está atravesado por algo más profundo: verdad. Da la sensación de estar viendo a un personaje que ha encontrado sus propias capas, un actor que no solo quiere hacer reír, sino decir algo. Y funciona. Porque emociona.

Aisha Fay, como Nabulungi, sigue llenando el escenario con una voz preciosa y una presencia cálida. Albert Bolea hace de Elder McKinley un pequeño milagro de precisión física y humor que estalla en cada número. Jimmy Roca, como Mafala, aporta un tono de humanidad, comicidad precisa y fuerza serena que sostiene muchas escenas desde dentro.
Pero esto no va solo de los protagonistas: la función vive gracias a un bloque humano que empuja sin hacerse notar. Juan Antonio Plazas, Guillermo Arenas y Álvaro Siankope suman carácter y solvencia en cada peripecia. Ricardo Nkosi, Beatriz Santana, Stella Kablan y Betiza Bismark llenan el escenario de color y presencia. Armando Valenzuela y Juan Dos Santos aportan fondo y pulso escénico. En los momentos en que el montaje necesita versatilidad, Camino Moreno y Vanelyss Ventura (que además es swing/cover de Nabulungi) entran con naturalidad y fuerza; Nyeleti Tomas, Rone Reinoso y Javier Aguilera sostienen la columna coral como swings que no fallan; y Raimon Ferrer y Óscar Bustos (este último swing/cover de Elder McKinley) son el colchón seguro que toda producción grande necesita. Entre los covers que salvan funciones y elevan el listón están Jesús González, Bittor Fernández, Nicolás Colomer, Kevin Tuku y Jorge Enrique Caballero: auténticos comodines profesionales que mantienen la temperatura de la obra siempre alta. En definitiva elenco no acompaña: empuja, suma, da cuerpo. Hay complicidad entre ellos, una alegría contagiosa, un ritmo vivo. Y eso no se finge. Se construye.

Las coreografías de Iker Karrera están ejecutadas con una limpieza y una intención que sorprenden incluso si ya las conocías. No son solo pasos coordinados: es humor físico milimetrado, es ritmo teatral, es un lenguaje entero contado con el cuerpo. Y nada se desmarca, nada sobra, nada se pierde.

La dirección musical de Joan Miquel Pérez sostiene el espectáculo como una columna vertebral invisible. La banda suena viva, ajustada, presente, nunca mecánica. Los músicos son parte del alma del espectáculo:
Isbel Noa al teclado y segunda dirección, Pablo Ruz como tercera dirección y suplente, Tadeo Huella al segundo teclado junto a Marcos Gonzáles como suplente, Jacob Reguilón al bajo y contrabajo con Dani Casieles como suplente, Marta García-Patos al violín y viola junto a Paloma Álvarez y Teresa Gamaza, Jordi Ballarín en saxos y flautas con Aarón Pozón como suplente, y Mario Carrión marcando el pulso desde la batería y percusión acompañado por David Hyam y Berenguer Aina como suplentes.
No se les ve en escena, pero se les siente constantemente. Y eso es exactamente lo que debe ocurrir.
La dirección de David Serrano consigue que nada se salga de tono: la irreverencia está, la sátira está, el ritmo está, pero también la delicadeza, la emoción y el cuidado por la historia. La escenografía de Ricardo Sánchez-Cuerda, el diseño de sonido de Gastón Briski, la iluminación de Carlos Torrijos y el vestuario de Ana Llena encuentran un equilibrio hermoso entre lo teatral y lo lúdico. Todo conversa. Todo acompaña. Todo sostiene.
Lo que queda al salir es esa mezcla rara y preciosa de haberte reído hasta llorar y, a la vez, haber sentido algo muy real y muy humano. Esta temporada no solo mantiene el nivel: lo eleva.

The Book of Mormon sigue siendo un musical irreverente, gamberro, descarado, pero ahora (más que nunca) también es tierno, inteligente y, de una forma que cuesta explicar, profundamente humano.
Es risa, sí.
Pero también es latido.
Y eso, en teatro, es la fe más verdadera.
Tercer año, tercer milagro.
Y si: Amén
